La magia
La magia es inquietante. Desconcierta. Ilusiona. Descose la razón y crea vulnerabilidad hasta palpar la nada: ese estado provocado por el sentirse sin explicación en tus manos. Muchos como yo, náufragos siempre de la certeza y de lo comprobable, caemos en el sinsentido de vivir sin el mínimo de niñez necesaria por las venas: con esa dosis para elevar la simpleza de los días, al asombro contemplativo de la vida. Es forzoso asombrarse como cuando niños para vivir; tener la mente abierta para dejarse maravillar como si algo sucediera por primera vez. O al menos creerlo así, porque es verdad, realmente todo está sucediendo de nuevo por primera vez.
En contadas ocasiones he visto magia en vivo. Magia o ilusionismo, como prefieras llamarle. Alguna fiesta de niños y poco más. El mejor antecedente sobre el tema, lo tenía de una película fascinante de Christopher Nolan, 'The prestige'. En esta cinta se aborda con maestría el mundo del ilusionismo (claro, ahora también recuerdo 'El ilusionista'), y la capacidad que tienen esas personas para crear una realidad alterna a nuestros ojos. Y para el caso, tuve la oportunidad de conocer el teatro de magia de un amigo en Ciudad de México. Mysterium World. Sinceramente, desbordó todas las expectativas que podía tener. Inenarrable serían, uno por uno, los actos con los que poco a poco el mago nos fue ganando. Aquello fue así, como una marea en la que entras casi negado de cualquier disturbio por su tranquilidad y de la que sales casi ahogado.
No sabría definir la palabra magia. (Magīa, de latín, sobre el griego mageía, todo aquello que es o aparenta ser sobrenatural). Cotidianamente, se usa para lo increíble y se ha adaptado a la sociedad y a las cosas hermosas e inexplicables. La mirada de esa chica. Zidane jugando al futbol. Una verónica de Morante en el 2009. Un atardecer. El petricor inundando tu olfalto. Una sobremesa con tus padres. O tus hijos. O amigos. El pastel de piñón de Manolo. Los acorde de Andate Festivo de Sibelius. No sé. La magia nos debe a forzar a creer —a pesar de todo— en la vida misma. Allí su gran tarea; la de obligarnos a la fe ciega en nosotros, en el de al lado, en lo que viene y en lo que dejó de ser. A volvernos de nuevo niños en esos días cuando no teníamos una explicación para todo. A seguir al conejo y brincar de lleno a su madriguera para perdernos en el mundo de las maravillas. El ilusionista en su despedida tuvo razón: no busquen explicaciones, porque sí que las hay... quédense con ese sentimiento que tienen ahora; no saben lo que me gustaría en este momento ser ustedes con su cara de ilusión y volver a la primera vez que vi magia en vivo.
La magia —no solamente la de los espectáculos, sino en la que está a nuestro alcance—, al fin y al cabo, debería ser nuestra aliada para restituir lo cotidiano por algo equiparable al misticismo, pero creyendo, siempre creyendo en que lo que es puede elevarse inexplicablemente en la vida misma. Borges, lo pensaba: Uno de los deberes del poeta, una de las ambiciones del poeta, es restituir la palabra a la magia primordial, hacer que la palabra sea un mito.
Y entonces, ¿qué hacemos con la magia?