La vida y su belleza habitan en la sencillez del día a día
Nos han enseñado a vivir esperando los grandes días; aquellos donde hay triunfos sonoros, metas conseguidas, o en donde todas nuestras nunca satisfechas aspiraciones se conjuntan más o menos. Qué poca vida hay en esa espera. Vivimos exacerbados en la búsqueda de lo brillante; siempre motivados y sobre estimulados por lograr “días perfectos” y culpando siempre a la monotonía de todos nuestros males. Y, qué poco se nos ha dicho que la verdadera belleza de la vida está posada en el oro del día a día; que, en un día monótono, sencillo, se posa toda nuestra existencia.
Wim Wenders, cineasta alemán, ha filmado con maestría “Perfect Days” (2023; con 96% en Rotten Tomatoes). En ella, retrata exquisitamente Japón y la vida tan simple de Hirayama (Kōji Yakusho). Él es un japones al que poco le cambia su diario vivir: se levanta antes del alba, se asea, riega a sus plantas, pone rumbo —con una excelsa selección musical en sus cassettes—a su trabajo en el que se encarga de la limpieza de algunos baños públicos (intimidante conocer la calidad de baños públicos de Japón); en su almuerzo mira los mismos árboles, a veces hace alguna fotografía y antes de dormir lee. Siempre vuelve a los mismos restaurantes, vela sus fotografías, va a la sauna y poco más. Son muy pocas variaciones, pero puntuales y concisas, con el fin de establecer que, por mucha rutina, ningún día será el mismo. El giro más dramático lo produce la aparición de su sobrina quien va huyendo de su hogar; cuando su hermana, muy distinta a él, llega por su hija en la despampanante camioneta, le pregunta, «¿es verdad que trabajas limpiando baños?». Con el rostro iluminado le responde que sí.
En la película aparentemente no pasa nada. No hay un drama antojable, pero sí muchas lecciones: la mayoría de la humanidad pasamos por allí, por la rutina que a veces pareciera desgastante. Wim Wenders, tan favorito y místico desde que lo conocí por París, Texas (1984), ha concentrado en el largometraje un bellísimo haiku a la existencia y a la vez una férrea defensa a la rutina y poner como aspiración más alta la simpleza al vivir. Para entenderla y ahondar en ella, se debe estar comprometido con lo espiritual; tiene una gran carga budista (inclusive el personaje pareciera ser un monje zen) y es apasionante todo lo que te deja pensando por la fortuna de estar ahora. «Ahora es ahora. La próxima vez, será la próxima vez», le dice Hirayama a su sobrina paseando en bicicleta.
En ese mismo concepto de encontrar la verdadera perfección de los días, en este ahora (y que muchas veces no lo vemos o palpamos hasta sentirlo perdido), me llevó en seguida a la novela de Jacobo Bergareche, titulada igual que la película, pero en español, “Los días perfectos” (Libros del Asteroide): «Nada de lo que ocurre es extraordinario, y sin embargo es un día perfecto, merece un reportaje, dos páginas enteras de un periódico para narrar en exclusiva la extraordinaria noticia de ese día perfecto. No ven el Taj Mahal, no comen en un tres estrellas Michelin, no les hacen una visita nocturna y privada a un museo, no se meten MDMA mientras follan en el Standard, no escuchan a los Rolling en directo, no se beben un Krug de treinta años mientras abren una lata de caviar, no se ponen un esmoquin y les reciben con antorchas en la casa de un príncipe italiano arruinado, no pasa absolutamente nada que no pueda pagarse cualquiera, cualquier día en cualquier sitio, y sin embargo, no hay más que ver la carta para saber que fue un día perfecto. Just a perfect day».
En esa delgada frontera está la vida y su belleza. Lo propone Wenders y Bergareche y muchísimos más (y yo les creo): no esperemos, ni aspiremos a tanto para darnos cuenta de que el día perfecto es aquí y ahora. Así, con esa simpleza misma del estar respirando. Todo lo demás es accesorio.