Le dedico mi silencio
El silencio en los toros cuando hay faena grande. El silencio tras el amor. Tras la erupción del volcán. El silencio dejado por la búsqueda de respuestas. El silencio entre nota y nota. El silencio de cuando todo ha acabado o el de después de decirlo todo. El silencio que se dedica, el que se suspira, el que se justifica y el que se agradece. El silencio deseado y el odiado. El silencio que se palpa con los dedos y que retumba en el vacío. El del éxtasis. El silencio musical. El de contemplación como máxima virtud humana. El silencio de comulgar y el silencio que por fin te alcanza tras lo vivido. El silencio.
Mario Vargas Llosa en su última novela publicada por Alfaguara, recaba su inspiración en el silencio para desarrollar la idea central de la historia: la belleza del silencio. «Aquel silencio tan profundo, tan extático, de toda una plaza, que, sublimada y expectante, callaba, dejaba de respirar y de pensar, olvidada de todo lo que tenía en la cabeza, y, suspensa, ebria, contagiada, inmóvil, veía el milagro que tenía lugar allá abajo, donde Procuna, derrochando arte, coraje, sabiduría, repetía infinitamente esos naturales y derechazos, arrimándose cada vez al más al toro, fundiéndose con él».
La idea del nobel de literatura me pareció exquisita. Además de ello, está centrada principalmente en el silencio en los toros cuando sucede por el albero una faena grande (véase el párrafo anterior). Recordé casi con exactitud ese silencio después del volcán de pasiones bravas y estoicas, de naturales, de trincherillas, de gritos y de aplausos. Lalo Molfino es un guitarrista peruano, único e inigualable, al que Toño Azpilicueta (experto y crítico de música peruana), tras escucharlo en una tertulia en Lima, quedó entusiasmado para sus arrestos por el sonido de su guitarra. Solamente quiere volver a sentir la sensación de palpar aquel silencio tras el final de sus notas. La crónica de Azpilicueta en el periódico se tituló “El silencio se hizo bajo el puente”; tras ese día y en buscar a Molfino, se le va la vida hasta descubrir su temprana muerte por un mal de amores.
Tanto es su empeño con un momento —ese silencio tras las notas— o con su sentimiento provocado, que Azpilicueta decide escribir un libro que contenga toda la esencia de la huachafería, del vals y de Perú. Y allí transcurre la novela. Es simplemente abrir el libro y por todos los párrafos ya suena la música criolla peruana, además, las 300 páginas del libro se beben de un tirón describiendo la cultura del país andino, la adultez aceptada, los amores no consolidados, el abandono, la obsesión por un libro y las ideas del autor plasmadas en sus personajes (mismas ideas que no tienen nada que ver con el MVLl político); resulta a la postre un ensayo de reconciliación con el Perú, al que Vargas Llosa, se le nota amar con profundidad. Es la última carta de amor a su tierra y aunque seguramente no resultará en el escalafón de sus obras más notables, se reconoce mucho de sus mejores letras contenidas en “Le dedico mi silencio”.
La importancia de un texto está íntimamente ligada a la capacidad del autor para saber titular. De titular bien, mejor dicho. Desde que supe la publicación de la última novela de MVLl, me atrapó el título, y ya sumergido en las letras, me perdí fantaseando y reflejándome en la ficción. Qué poco valor se le da a ficción. Me sucedió lo que sucede con los libros buenos: me vi reflejado en los personajes e ideas, pero, sobre todo, deseaba que no terminaran sus hojas. Que no terminara ese mundo. Ese Perú, al que sin conocer personalmente, ahora conozco en mi mente. Al final, cuando se despiden Toño Azpilicueta y su amada (pero imposible) Cecilia, en el frescor de una mañana dominical caminando por el parque de Miraflores y con las olas del mar sonando en mi mente, se me quedó en el cuerpo un suspiro atrapado bajo ese silencio que te deja el final de un libro. Esos bellos diez segundos de silencio con el libro cerrado, porque yo, como MVLl, le dedico mi silencio.
DOCUMENTAL: Le dedico mi silencio